lunes, 27 de julio de 2009

Dormir en la calle


La crisis está ahí, a las puertas de nuestras casas, causando estragos en gran cantidad de nuestros conciudadanos.

No se trata de cuantos españoles e inmigrantes se encuentran bajo el umbral de la pobreza, cifra esta última creciente, según vienen avisando numerosas instituciones. Hablo de esa pobreza absoluta la que lanza a muchas personas a la calle, a dormir al raso.

La crisis viene estrechando su cerco. No pocas ONGs claman porque no pueden ya dar abasto y atender a cuantos acuden a sus puertas es más, denuncian estos organismos que son los propios ayuntamientos los que le remiten a las personas necesitadas para que ellos a su vez le ayuden, dado que los ayuntamientos y servicios sociales de las comunidades autónomas suelen decir que no tienen suficientes recursos, tanto económicos como físicos, para poder atenderles.

Es usual ver por televisión programas que nos devuelve a la realidad en los momentos en que nos encontramos disfrutando de nuestra posición de cómodos burgueses. Personas muchas de ellas con apariencia, al menos en la vestimenta, que nada indica que estén pasando por ese mal trago, duermen bajo los setos en los jardines o en los portales que suelen permanecer abiertos por la noche.

Sabemos que pocos de los que gobiernan quieren reconocer que eso está pasando en su ayuntamiento o su comunidad. Reconocerlo por parte de las instituciones supone reconocer un cierto fracaso en la gestión. Siempre se espera desde los despachos que la sempiterna ayuda familiar resuelva ese caso concreto. Pero no siempre lo resuelve. Es el pudor, la situación familiar y en algunos casos, reconocer que no se tiene cuando en el pasado se tuvo, el que obliga a seguir la senda de la marginación.

Tampoco los que nos hallamos sólidamente instalados, en comparación con los que sufren, solemos dedicar el suficiente esfuerzo a la movilización de las conciencias sobre estos casos. Entendemos, desde la izquierda, que nuestro cometido consiste en la defensa de la seguridad social tal como hoy la concebimos, el combate contra el paro o la renta mínima de inserción, pero todas esas reivindicaciones son generales, no tienen rostro, son números u objetivos.

Hay en suma una cierta despersonalización de la pobreza como si esta no tuviera rostro o personas que sienten, como si no hubiese dolor detrás de cada uno de estos casos.

Cuando un necesitado acude a una institución y dice que no tiene donde dormir y que tampoco tiene dónde o que comer lo embarcamos en un sinfín de trámites y si puede conseguir algo, lo que consigue, no le lleva a garantizar ni un mal cuarto de una pensión, encontrándose como se encuentran, saturados los alberges municipales. Al final, solo les queda el recurso de pasar por el despacho parroquial. Si, el despacho parroquial, que a su vez lo remite a Cáritas Diocesana.

Este asunto, sobre el que muchos pasamos de puntilla, véase los contenidos de los blogs en los que de alguna manera participamos, identifica por si solo la orientación de una política.

Desde la izquierda siempre hemos mantenido un debate, a mi juicio nominal, sobre los conceptos de solidaridad y caridad. Realmente, en la práctica concreta, el sujeto no percibe la diferencia. Hemos defendido la solidaridad como pivote fundamental de la acción política hacia nuestros semejantes frente al de caridad, concepto este, que no evalúa la justicia de una acción sino que se cimenta en otro, claramente confesional; la compasión.

Ambos conceptos se basan en la fraternidad, término revolucionario en su tiempo y hoy claramente en desuso en el lenguaje de la izquierda.

La fraternidad al igual que la caridad suele tener nombre. Por el contrario, la solidaridad es un concepto amplio, diluido en el que la gente suele carecer de rostro.

Quizá sea el momento de que al pedir para el “grupo” o el “sector de afectados”, no olvidemos de que detrás de esa masa hay nombres y sufrimientos muy singulares. La denuncia de la pobreza y la solución de casos no puede ser patrimonio de organizaciones caritativas y confesionales. La izquierda viene obligada a jugar ahí un papel fundamental, el que la define en los momentos de crisis.

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