miércoles, 25 de noviembre de 2009

El viejo velero



Se que esto no es lo habitual, cuando empecé en esto de los blogs, la recomendación que me hizo mi hijo mayor, me conoce bien, fue que los post han de ser casi telegráficos, la gente no tiene tiempo para leer ladrillos. Yo procuro sintetizar pero no soy capaz de sacar artículos o comentarios cortos

Con este me he pasado. Primero, porque lo mío no es la literatura y segundo porque es larguísimo, pero necesitaba escribir algo así y como mi editor me ha rechazado el relato… pues lo cuelgo aquí. Al que tenga la voluntad de leerlo le pido que sea benévolo en esta incursión en lo no estrictamente político… ¿O sí? Y que disculpe el tono narrativo. Sentía la necesidad y lo he hecho. (Después de dar a leer esta entrada a mi mujer me dice textualmente: “Eres pesado hasta para decir que eres pesado” )
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Siempre le habían gustado los barcos, por eso cuando alcanzó la edad en la que se podía embarcar eligió aquél. No era un navío cualquiera, era un velero grandioso no solo por lo magnífico que era si no también por su historia.

Su constructor y primer capitán, hace ya más de cien años de aquello, nos observaba con el aspecto de abuelo bonachón de los cuentos en cada uno de los retratos repartidos por compartimentos y cámaras Con su poblada barba blanca y casi siempre tocado con una gorra de visera de la época, era casi venerado por la tripulación. No era el barco, no era su constructor y primer capitán, era su habitual carga, y a quien iba destinada, lo que a él realmente le entusiasmaba e hizo que se enrolara

El velero, estuvo todos esos años en servicio, salvo una larga pausa, en el que la autoridad portuaria del momento lo confinó en el puerto, impidiéndole zarpar. De aquella, parte de la tripulación desapareció y otra emigró hacia tierras lejanas al final de esa última singladura. Quedaron unos pocos marineros rondando por el puerto que, aún a riesgo de sus vidas, siguieron manteniendo la esperanza de que algún día el navío pudiera de nuevo surcar el mar y hacer la travesía acostumbrada.

Con la vuelta a la normalidad él, como otros, entró en el barco de grumete. Treinta y tres años le separaban ahora de ese día. Rápidamente, y dada la escasa dotación en aquél tiempo, ascendió a jefe de sección de un grupo de estibadores que se ocupaban de ordenar y vigilar la carga en sus bodegas. Durante una breve época tuvo la oportunidad, incluso, de cumplir su trabajo en cubierta, en contacto con el agua y el viento tratando de oírlos. Esta responsabilidad era reservada a unos pocos, pero llegar a ella, suponía todo un honor.

Navegaban con regularidad, siempre por la misma ruta, la que seguían otros barcos con los que se establecía una singular competición por el quién llegaba antes a puerto. Al estilo de las clásicas carreras del té en la que los veleros del siglo XIX pugnaban por llegar antes a puerto que los competidores.

Unas veces ganaron y otras, quedaron por detrás de los demás barcos. En esa vuelta a la normalidad y a la navegación sin mayores problemas las cosas fueron bien, una tripulación experimentada, forjada en la navegación costera sumada a una oficialidad entusiasta y comprometida hicieron posible que casi de la nada, tras la gran parada en el puerto, el navío pudiera codearse con barcos que con muchos más medios y recursos a su alcance, solían realizar el mismo viaje.

Este buque, como otros, dependía de la destreza de los profesionales, pero el fundamento último de la buena o la mala singladura residía en el agua y el viento, de ellos dependía el impulso o el freno en la navegación. Fenómenos que se anhelaban y al mismo tiempo se temían. Por ello, calafates y maestros veleros debían de ser personas íntegras y con un altísimo sentido del deber.

En realidad, llegar a puerto suponía que ellos, personas de menor rango que la oficialidad deberían de realizar, como otros, un buen trabajo.

En uno de esos viajes, a inicios de los años noventa, los fuertes vientos y las mareas hicieron que el barco llegara a puerto tras su principal competidor. Cierto es, que las condiciones meteorológicas no eran las adecuadas, pero también lo era que en aquella ocasión algunos de esos profesionales mencionados anteriormente habían descuidado su labor, ya que dejaron que en las juntas del maderamen del casco y en sus velas afloraran las grietas que lastraron al buque haciendo que a medida que avanzaban en la singladura, se mostrara lento y pesado. Cuestión extraña esta, porque sabíamos del sumo cuidado con el que el capitán y el segundo seleccionaban a estos reputados profesionales.


La travesía fue dura. Marineros y miembros de la oficialidad, subían a las jarcias y bajaban a la sentina, en unos casos, para reparar el velamen y en otros, para achicar el agua y tratar de reparar las grietas. No pocas veces, los marineros con el agua por la cintura trataban de taponar las grietas por la que el mar penetraba con ímpetu salvaje hiriendo con más saña la estructura del centenario. El buque era un constante trajín donde las iniciativas y comentarios sobre como solucionar el problema formaban parte también del quehacer de todos.

A pesar de todo, aquella carrera se perdió, un barco maltrecho y desarbolado llegó a puerto. Todos sabían que no solo se había perdido aquella carrera, quizá también se habían puesto los cimientos para perder la siguiente. Sin duda, costaría bastante reparar los daños que los elementos, la poca atención y el deficiente cuidado de la oficialidad, más la negligente selección de algunos profesionales, habían ocasionado a aquella ilusión colectiva. Tras ello, el capitán y parte de la oficialidad abandonaron el puente de mando. Muchos otros, presagiando que se acercaba un largo período en el que seguramente no ganarían carreras, buscaron empleo en otras actividades.

Años después, con nuevos oficiales y una tripulación mucho más joven, el barco estaba ya dispuesto para ganar nuevas carreras. Ya no eran las personas que habían forjado su saber en la dura vida de los astilleros y atarazanas. Ahora, la mayoría procedían de universidades y escuelas de ingeniería. Estaban más preparados pero, a decir de los viejos marineros, esa especialización robaba parte del alma de lo que eran los códigos de la vieja marinería, la que impulso al constructor y a sus primeros navegantes. Los tiempos habían cambiado y eso, no era ni mejor ni peor, era, simplemente distinto.

El próximo viaje estaba a punto de iniciarse. Todo estaba preparado y los barcos iniciaron la tradicional travesía, los vientos fueron propicios y a bordo las tareas eran cumplidas con precisión por oficiales y marineros. La nueva oficialidad, joven, pero con experiencia, no perdió en ningún momento la silueta del otro navío. Cerca ya del puerto y en una maniobra descabellada del favorito en relación con el viento y las corrientes observaron como el barco era zarandeado. Al final, en una de esas, perdió el timón y eso, no hizo otra cosa que reafirmar a todos los tripulantes del centenario que allí, y en ese momento, se había acabado la carrera del competidor.

Más tarde se supo que fue el capitán el que tomo la decisión, y que, aunque muchos de sus oficiales no estaban de acuerdo con ella, fueron incapaces de contravenirle. Ni siquiera le hicieron saber hacer las dificultades por las que seguramente iban a pasar. Fue el triunfo de la soberbia, de la autosuficiencia y del engaño a los que, sin duda, eran más fuertes que el barco y la oficialidad; Los jueces supremos que dictaban la ley del mar: El agua y el viento.

Sorpresivamente y cuando nadie lo esperaba, el centenario barco ganó esa carrera, en gran parte debido a los errores del competidor.

Esa vez sí, se arribó antes a puerto y el alborozo vivido por toda la tripulación sepultó los malos recuerdos.

Se abría por fin un nuevo horizonte y había que preparar el siguiente viaje. La experiencia había mostrado que no había un uno sin dos. La segunda carrera también fue ganada el velero consiguieron abrir nuevos cauces, ampliar el sentido de la navegación y embarcar la carga que muchas personas esperaban ilusionadas de los viajes.

Sin embargo, como casi siempre que las cosas suelen ir bien, se percibía como la autocomplacencia en las rutas y los métodos que seguían se instalaba no solo en el puente de mando si no que también, y de modo progresivo, inundaba todos los estamentos. La oficialidad, henchida de satisfacción, postulaba nuevas metas, acometían maniobras arriesgadas mientras, en parte de la marinería, anidaba una mala sensación; El trabajo había variado y se dejaban de hacer toda una serie de rutinas que eran vitales para la buena marcha de la navegación.

Solía bajar con frecuencia a la sentina, recordaba claramente como se gestó el último fracaso. Allí, con otros marineros, algunas mañanas tras una noche en la que los embates del mar contra el casco habían sido muy fuertes, se desnudaba y sumergía en el agua retenida en la sentina, tratando de localizar las grietas que el agua enfurecida había abierto en el casco. Observaba como las bombas de achique no daban abasto y como el nivel subía de un día para otro.


A veces, cuando en el horizonte y por la banda de estribor se divisaba la silueta del competidor, el contramaestre llamaba a la tripulación para que colgados de las escalas y asomados a la borda, lanzaran maldiciones e improperios a la tripulación del otro barco. Al mismo tiempo, la oficialidad se vestía con sus mejores galas y arengaba a los marineros para que no bajaran la guardia en ese ejercicio de impresionar tanto a los elementos como al barco contrario. Conocía esa liturgia, la había realizado en otros tiempos. Más de una vez se había subido al bao, como muchos otros, y agarrado a una de los obenques que unía el mástil con la mesa de guarnición también se unía al griterío.

Luego, mas tarde, con el tiempo, llegó a convencerse que con ese tipo de manifestaciones ni las grietas se cerraban ni tampoco posibilitaba que el barco avanzara con mayor alegría.

Las normas internas se habían extremado. Lo habitual era que cualquier anomalía que se detectara debería ser comunicada al mando a través de los cauces reglamentarios pero en esa borrachera de éxito y autosuficiencia nadie de los cuadros intermedios quería ser portador de malas noticias y, muchísimo menos, sugerir los arreglos necesarios si con ello se contrariaba al capitán y la oficialidad. Esto solo podía hacerse en las reuniones habilitadas para ese fin, normalmente una dos al año. Algunos de los oficiales que hicieron el primer viaje con el nuevo capitán, aunque seguían en el barco, abandonaron sus tareas,. Otros se precipitaron en un silencio desconfiado hacia todos.

El piloto sabedor de las continuas visitas de algunos marineros a la sentina dictó nuevas normas en las que se prohibía cualquier comentario que discutiese el rumbo y las rutinas emanadas del puente.

Desde entonces, cada mañana oteaba el horizonte, fijaba su mirada en aquel navío que avanzaba hacia el puerto de destino por la banda de estribor, se unía al coro cuando era convocado a cubierta para gritar pero de su garganta no salía ni el más tenue de los susurros. Pensaba en aquél viaje de primero de los noventa, revivía el agua helada de la sentina en su cuerpo, miraba las velas gastadas por tantas singladuras y recordaba a todos los tripulantes que desde su botadura habían pasado por el barco. Una especie de nostalgia le invadía mientras una lluvia salada resbalaba por sus arrugas.

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