jueves, 11 de marzo de 2010

HUMANOS, DEMASIADO HUMANOS



Escribo sobre el ejercicio del derecho sin tener conocimiento para ello, escribo sobre impresiones que, salvo opinión mas fundada, creo que son bastante coincidentes con lo que piensa el común de la ciudadanía. Aunque para ser más exacto, me enmiendo la plana, en realidad no escribo del derecho, escribo de política, y más en este caso. Pongo ese título porque de dioses nada, son simplemente humanos, muy humanos, con lo que eso comporta.

Pienso que la calidad de una democracia no reside en una mayor o menor riqueza, unas infraestructuras más o menos adecuadas u otras cuestiones de índole material. Los fundamentos de la convivencia en libertad, en democracia, exige el respeto escrupuloso a las libertades de expresión, reunión, elección libre etc. No voy a extenderme en esto que de sobra es conocido.

Una democracia es una construcción flexible en equilibrio, su particularidad reside en el hecho de que se encuentra anclada en una serie de puntos que han de ser firmes. Imaginémonos una tienda de campaña, de las de antes, su arte, su efectividad radicaba en que la tela, cuando era de algodón, debía de estar tirante, sin arrugas. A la vez, se exigía que los vientos, esas cuerdas que la anclaban al suelo tenían que estar también firmementes atadas . Era el equilibrio y su firmeza en la sujeción la que la mantenía erguida y habitable.

Los poderes del estado son esos vientos y la tienda de campaña es el estado. Cuando en un país falla uno de los principales cordales y la justicia lo es, todo falla. Porque es la justicia, ese poder que no cambia cada cuatro años la que asegura en última instancia el cumplimiento de las leyes y que cada cual cumpla con honestidad su función. Permanece durante largo tiempo en las mismas personas, el cuerpo judicial y por eso, sus efectos son duraderos y en la mayoría de los casos irreversibles. Cuando hay algo que revisar son ellos mismos los que revisan y establecen el dogma. Nadie de los otros poderes les rectifica, les cuestiona o se oponen a sus veredictos.

Hablamos de una instancia endogámica, ajena al discurrir de la sociedad, sumida en volúmenes, letras, leyes y rigideces. Reside en personas que, en función de unas oposiciones diseñadas mas para la creación de monstruos de biblioteca que de personas, han de juzgar conductas al amparo de las leyes un mundo en permanente cambio. No es extraño que anide en la justicia una altísima proporción personas de orden, en el sentido clásico, y conservadores de muy distinto pelaje.



La soberanía popular puede cambiar el órgano legislativo, puede cambiar a un ejecutivo, puede cambiar al poder local, pero no puede cambiar al poder judicial. Cierto es que el legislativo elige el gobierno de los jueces, pero no es menos cierto que su método de elección hace que sean los propios jueces mayoritariamente los que seleccionan entre los suyos a quienes deben de estar en los puestos determinantes de la carrera judicial. Luego circula, en los medios periodísticos sobre todo, unas extrañas adscripciones en bandos que denominan “conservadores” o “progresistas”. De creernos esto podríamos decir que el presidente del Consejo, que lo es a su vez del Tribunal Supremo, Carlos Dívar, sería progresista, al igual que Margarita Robles, ambos nombrados a iniciativa de los socialistas. Esta última azote del juez Garzón. Nada más lejos de la realidad. Son simplemente jueces.


El oficio de juez o fiscal deja en la inmensa mayoría, ha habido algunas excepciones; Carmena, Chamorro, Martin Pallin, Villarejo, un impronta que se aprecia en las personas que han pasado o están en política, por ese tono profesoral, categórico, severo que nos recuerda al famoso fiscal de aquella película, Morena Clara interpretada por Lola Flores con un inolvidable Fernándo Fernán Gómez en su papel de fiscal. Así ocurre con Alonso, De la Vega o Bermejo personas en la que la falta de empatía es muy visible.

Es la justicia una de las instituciones peor valorada por los españoles. Últimamente, va para ocho años, venimos asistiendo a escándalos, atrincheramientos, vendettas, facturas al cobro por hechos pasados, acusaciones, desde dentro, de nepotismo etc.

Desde la sospecha permanente que recae sobre los miembros nombrados por los partidos, el reparto de cargos en función de la adscripción asociativa o sindical, en la que intervienen unos y otros, pasando por las amistades inquebrantables de algunos con el presunto Camps, y acabando en las idas y venidas desde el poder judicial a la política, el espectáculo que viene dando la justicia y no solo en las sentencias, alcanza ribetes de escándalo en la ciudadanía.

Más, las venganzas y denuncias mutuas sobre desencuentros en aquel ya lejano gobierno de Felipe González y ahora, el extraño caso del juez Garzón al que como una liebre, a Garzón le gusta la caza, se le deja correr en el coto para que cualquiera que tenga la mínima contra él, pueda cobrarse la pieza desde el puesto en que se encuentre, sea la cárcel o desde el rincón más putrefacto de la historia y la ignominia, como la Falange. En el caso de Garzón hay barra libre, solo falta que se personen también etarras confesos o narcotraficantes condenados.

Es difícil, muy difícil que al pobre ignorante español, la mayoría lo somos a los ojos de los que agitan todo este asunto, no le suene todo esto a algo muy distinto a lo que es el simple quehacer de la justicia. Es muy difícil alejarse de la sospecha de que no nos hallemos ante un diseño con finalidad prevista.

La derechona, no solo la partidaria que actúa en política, me refiero a la derecha ideológica que toma cuerpo en la jerarquía católica y los estamentos judiciales anda crecida. ¿Se habrán hecho bien las cosas estos últimos años en relación con el progreso de la democracia y la consecución de una justicia no ideologizada?

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