viernes, 2 de octubre de 2009

Mercados cautivos






La semana pasada Miguel, que ha entrado en una nueva academia para el inglés, me trajo una breve nota en la que se indicaba los dos libros que necesitaba para este curso. En la nota en una indicación al margen se señalaban las librerías donde poder comprar los textos.

Supuse que al no ser una editorial rara y el saber además que los libros eran habituales en otras tantas academias, la indicación sobre donde comprar los libros sobraba, por lo que me dirigí a la librería que mas a mano me quedaba en ese momento.


El “Bolígrafo de Oro”* es la primera librería de mi ciudad. Ese puesto en el ranking se lo da el ser el establecimiento que mas metros cuadrados dedica al libro. Sus tres plantas y el edificio anexo están tan repletos de material impreso que le lleva a uno a poner en cuestión el tan cacareado final del libro a manos del ordenador o Internet.

Una vez que llegué al establecimiento traté de curarme en salud y evitar experiencias pasadas. Me interrogué en primer lugar sobre cual de los dos dependencias era la que vendería los libros en cuestión. El trasiego de los clientes entre los dos edificios es constante. Uno está dedicado a las humanidades y el otro, a los libros en general. La distinción entre uno y otro no queda marcada por una línea definida ya que hay incursiones de títulos que aunque hipotéticamente deberían de estar en una sin embargo están en la otra. Dos acontecimientos me disuadieron de hacer la correspondiente cola para efectuar mi compra. El primero, saltándome la fila de compradores pude llegar a una dependienta y preguntarle si tenían la publicación, me contestó que esos libros los tenía que comprar en la otra tienda. ¡Con eso ya contaba!

El segundo acontecimiento fue ver la monumental cola que llegaba hasta la calle.

Hay que decir que el “Bolígrafo de Oro” es una librería laureada, portadora de premios segun dicen, por su labor en defensa del libro y por la cantidad de años que viene desarrollando su labor. Librería antigua como pocas. Es tal su antigüedad que hasta hace muy poco tiempo, y en uno solo de sus edificios, no han tenido frivolidad alguna como por ejemplo, el pago electrónico. Sus dependientes cumplen de modo muy escrupuloso con el trabajo. Son eficientes sin concesión alguna a la cordialidad y a la sonrisa con el cliente. La seriedad del rostro cuando no la distancia, es una seña de identidad en el comercio capitalino.

Con ocasión de Navidades, Reyes y fechas señaladas, todos los salmantinos cumplen el ritual de perder media hora o cuarenta y cinco minutos en el objetivo de comprar un determinado libro que fácilmente podrían encontrar en cualquier otro establecimiento de la ciudad. El acto de comprar un libro en este establecimiento queda así desprovisto de su simple connotación material para convertirse en un ritual más de las fiestas.

Me maldije por no hacer caso a la nota de la academia. No obstante recordé, que en una calle cercana había otro establecimiento y en el, quizá podría encontrar la suerte. El librero, casi sin mirarme ocupado como estaba en otros quehaceres (ordenando libros) respondió a mi demanda:

- No… esos libros ya no se venden aquí, tiene la exclusiva el “Boligrafo de Oro” (..).

Aún así me resistí a volver al “Bolígrafo de Oro”. Empecé a pensar que si me hubiera portado bien, si hubiese sido buen chico y no tan rebelde ese tiempo que estaba empleando en recorrer la ciudad era mas o menos el mismo que iba a emplear en la cola de la dichosa librería. Me quedaba la última opción. Hacer caso a la recomendación de la academia, seguramente tenían razón, no tenía sentido que a inicios del curso me enviaran a una librería carente de los dichosos libros.

El librero, seguro de su poder, me contestó que por supuesto que tenían los libros al fin y al cabo, ellos eran suministradores del material para esa academia. Pagué los cincuenta y dos euros de rigor y me fui con los dos librillos debajo del brazo. ¡Por fin!

Esta anécdota no hacía sino corroborar lo que sobre los mercados cautivos venía reflexionando en los últimos tiempos.

Las ciudades pequeñas, y la mía lo es, tiene estas cosas que algunos fuera de ellas envidian.

Cuando me casé heredé algunos hábitos de familiares y amigos, es algo que le pasa a muchos. La carnicería, la pescadería, la frutería en al que tuviese que hacer las compras serían las mismas a las que durante años había acudido otros. Eran sitios de confianza y con la comida no se juega. Habría añadido yo: Con el dinero tampoco.

Uno tras otro los establecimientos recomendados han caído a lo largo de estos años, demasiados diría yo, la pescadería quedaba a desmano, de la frutería me canse de sufrir la política del “cada cinco uno” (práctica basada en que por cada cinco plátanos, tomates o naranjas en condiciones te meten en la bolsa una pieza en mal estado) y con la carnicería me enfadé, en silencio, porque un día que tenía mucha prisa, estaba solo yo y había abierto hacía poco me dijo que me diera una vuelta y volviese algo mas tarde porque él, tenía que ordenar el material. Me fui preguntándome porqué no lo había hecho antes de abrir al público. Por supuesto que no volví.

Hay aquí una ley no escrita según la cual, si preciso una determinad cerámica, un arreglo en la casa, una ventana, unas cortinas o una estantería he de encargarla a los vecinos de la urbanización que son ceramistas, albañiles, cristaleros, cortineros o carpinteros. Cuando un vecino te pregunta sobre una determinada obra y te dice:

- Esta estantería… ¿Te la hecho Manolo?
- No
- ¿Y cómo no se la has encargado a Manolo?

Inmediatamente caigo en la cuenta de que es inútil explicarle que Manolo tarda un siglo en realizar las obras, que quiero el modelo y color de estantería que quiero y no el que me recomienda y que, en algunos casos, el precio que me va a cobrar es mas caro que el de otros carpinteros. Opto por el silencio y el vecino no insiste.

Obviamente Manolo acaba enterándose. Lo noto porque no se dirige a mí del mismo modo que lo hacía antes. Entra en la misma rueda que el carnicero cuando se cruza conmigo en la calle haciéndose el distraído u ocupado o el tabernero que antes, semana tras semana, nos clavaba sin piedad, por ser cliente habitual, en los dos vinos que consumíamos con sus correspondientes pinchos.

No soy muy partidario de los grandes hipermercados pero no dejo de agradecerles la simplificación que supone la libre elección del material y la reducción que hacen del hecho puramente transaccional de la compraventa. En ellos, no existe el cliente hipotéticamente preferente al que le das la mejor fruta, el mejor pescado o la carne de excelsa calidad. El valor del comprador estriba única y exclusivamente en lo que puedes comprar o pagar, sin servidumbres adicionales por uno u otro lado. Si te gusta, sigues comprando y si no, pasas del producto. Eso sí, la próxima vez cuando pases por allí, si no compras, la cajera ni se acordará de ti, te dará los buenos días con la mejor de sus sonrisas y eso, en los tiempos que vivimos, te ayuda en el paso por la vida.


* En mi ciudad no hay ninguna librería con ese nombre

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