Imagínese el lector un día de verano en el que el continuo vaivén que sostiene el levante y el poniente en la costa de Cádiz ha acordado una tregua, esa pausa que suele durar dos o tres días como máximo, en el que la luminosidad del cielo en el estrecho inunda la tierra con una mezcla de azul y blanco, en ese tiempo de la mañana en el que el sol calienta pero en la que el viajante aún no se ve obligado a perseguir la sombra protectora. En el que el aire huele a lo que huele las urbes gaditanas a esa hora de la mañana; el aroma del pan, del aceite de oliva, del café y la manteca colorá y como no, los churros recién fritos. La hora en la que las amas de casa, los jubilados y los diteros se lanzan a la calle en sus afanes diarios.
El gaditano como cualquier buen sureño es madrugador lo cual no es óbice para que a su vez trasnoche. Se supone que la costumbre de la siesta ofrece la reparación necesaria para vivir la mañana y la noche con toda su intensidad que por cierto es mucha en verano.
Pero volvamos al viaje, allá en el sur donde las costas de África se ofrecen de modo nítido en el horizonte y tras dejar a su espalda las playas bulliciosas de Conil repletas de familias del interior el conductor tomará entre chumberas y pitas una carretera estrecha en cuyas lindes se saltean pequeños caseríos blancos dejando a su derecha el azul del mar de la playa de El Palmar y a la izquierda unas colinas descarnadas de toda vegetación entre las que ocasionalmente puede pastar alguna que otra vaca. Ese camino irá estrechándose , acercando el monte a la playa. Mirando hacia tierra nos encontramos de frente con la elevación natural de Meca. Viene a ser Meca una meseta en cuyas laderas abundan los pinos piñoneros que llegan casi hasta el mar. A la derecha encontramos de vigía junto al mar en una pequeña península la emblemática torre del faro de Trafalgar. El Trafalgar de la gloria inglesa, el Trafalgar del heroísmo y la impotencia hispana.
Frente a estas costas se libró la batalla naval más grandiosa del siglo XIX la que enfrentó a la escuadra del almirante Nelson y el combinado franco español del almirante francés Villeneuve.
El conductor si no para no podrá seguir contemplando el paisaje. La entrada en el poblado de Caños de Meca exigirá toda su atención si no quiere tener algún que otro percance.
Caños es el vestigio de un pasado bohemio y canalla, solitario y desnudo en invierno, bullicioso en verano. En su calle y casas conviven familias con críos, grupos de jóvenes y mayores, hombres y mujeres de melenas encanecidas curtidos por el sol y los años, todos en una mezcolanza, añorantes de un pasado en el que lo que ellos hacían, y aún siguen haciendo, era expresión de modernidad.
El gaditano como cualquier buen sureño es madrugador lo cual no es óbice para que a su vez trasnoche. Se supone que la costumbre de la siesta ofrece la reparación necesaria para vivir la mañana y la noche con toda su intensidad que por cierto es mucha en verano.
Pero volvamos al viaje, allá en el sur donde las costas de África se ofrecen de modo nítido en el horizonte y tras dejar a su espalda las playas bulliciosas de Conil repletas de familias del interior el conductor tomará entre chumberas y pitas una carretera estrecha en cuyas lindes se saltean pequeños caseríos blancos dejando a su derecha el azul del mar de la playa de El Palmar y a la izquierda unas colinas descarnadas de toda vegetación entre las que ocasionalmente puede pastar alguna que otra vaca. Ese camino irá estrechándose , acercando el monte a la playa. Mirando hacia tierra nos encontramos de frente con la elevación natural de Meca. Viene a ser Meca una meseta en cuyas laderas abundan los pinos piñoneros que llegan casi hasta el mar. A la derecha encontramos de vigía junto al mar en una pequeña península la emblemática torre del faro de Trafalgar. El Trafalgar de la gloria inglesa, el Trafalgar del heroísmo y la impotencia hispana.
Frente a estas costas se libró la batalla naval más grandiosa del siglo XIX la que enfrentó a la escuadra del almirante Nelson y el combinado franco español del almirante francés Villeneuve.
El conductor si no para no podrá seguir contemplando el paisaje. La entrada en el poblado de Caños de Meca exigirá toda su atención si no quiere tener algún que otro percance.
Caños es el vestigio de un pasado bohemio y canalla, solitario y desnudo en invierno, bullicioso en verano. En su calle y casas conviven familias con críos, grupos de jóvenes y mayores, hombres y mujeres de melenas encanecidas curtidos por el sol y los años, todos en una mezcolanza, añorantes de un pasado en el que lo que ellos hacían, y aún siguen haciendo, era expresión de modernidad.
Vive Caños una arquitectura y urbanismo anárquico donde conviven chalets y alguna que otra casa que aparenta en su diseño haber sido en un tiempo vanguardista con pequeños hotelitos de trato muy familiar. Caños a pesar de todo, de la degradación de su paisaje aspira a seguir siendo en las gentes que la habitan en verano su particular territorio de libertad. Las pequeñas calas nos ofrecen un conjunto abigarrado de jóvenes y no tan jóvenes practicando el nudismo; familias enteras desde la abuela hasta el nieto ofreciendo su piel directamente al sol, a la arena y al agua.
La carretera, calle aquí, se corta casi abruptamente. El monte roza la orilla del mar formando tajos y acantilados. Solo queda el escape que ofrece el asfalto monte arriba. Entre pinos, el olor a mar y a sal se desvanece tomando el relevo el aroma de la jara, la resina y el pino. Es la Breña un parque natural, un intenso bosque por el que nos lleva la carretera a través de diez kilómetros, aquí sólo el azul del cielo y la temperatura te dice que estás en el Sur. Cuando el monte empieza a dejar de ser monte y la carretera toma la ladera pronunciada hacia la ciudad se abre ante nosotros un marco incomparable. Desde estos aproximadamente ciento cincuenta metros de altura se nos ofrece la media luna de la ensenada de Barbate, la ciudad, el río y las playas salvajes de Zahara.
Entre la Sierra del Retín y el mar, la vega del rio Barbate y sus marismas. A lo lejos si nos ha respetado el viento y la bruma se atisba el Cabo de la Plata.
Continuara…
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