sábado, 1 de agosto de 2009

Esperanza es cojonuda…



Este comentario que realizó Díaz Ferrán, presidente de la patronal, ante un contertulio y en la presencia incomoda de un micrófono indiscreto, no solo expresaba un sentimiento de alguien que tiene sus intereses en la promoción de la presidenta de Madrid a responsabilidades más altas en el estado sino que también reflejaba la admiración que la “desenvuelta” dirigente popular causa en una determinada parte de la ciudadanía.

Esperanza Aguirre ha encontrado, en el modo que desarrolla su actividad pública, un filón que explotar en su beneficio. Esta marquesa consorte, integrante de una familia de alta burguesía madrileña, no duda en romper con la educación recibida si con ello araña un puñado de votos.

Insensible ante la vergüenza ajena que provoca sus apariciones públicas y las “ocurrencias” con las que habitualmente las salpica, ella insiste, no porque no lo pueda evitar la señora, tampoco es debido a que sea su tendencia natural, nada de eso, muy a su pesar y contrariando lo esperable en personas de su alta cuna, sigue en esa conducta con una clara intencionalidad política.

Lo mismo aparece en una rueda de prensa en calcetines, tras el canguelo que le supuso el atentado terrorista en Bombay que se viste de chulapona, con malísimo gusto, en las fiestas de Madrid.

Es capaz en el mismo acto de llamarle hijo de puta con la mejor de sus sonrisas a alguien y al mismo tiempo preguntarle por la salud de su madre.

Su actitud chabacana vende. Hay un número no despreciable de españoles a los que esta “campechanía”, muy próxima al ridículo, les cae bien. Esa naturalidad y proximidad al ciudadano medio da un excelente rédito político.

Pero cuando estas acciones alcanzan su mayor plenitud es cuando lo hace en presencia de algún dirigente o ministro socialista. Es inolvidable el encuentro de Blanco con Aguirre. Las enternecedoras imágenes del “idilio” dieron la vuelta al país. Los ojillos candorosos de ambos, la mutua sonrisa bobalicona y el atisbo de baba que se adivinaba tras ella le sirvió para descolocar al PSOE de Madrid, invalidar la política seguida hasta ese momento por la anterior ministra de fomento y desbloquear los obstáculos del transporte en Madrid. Pleno absoluto.

De igual manera y con ocasión del último encuentro con el ministro Rubalcaba, nos ha obsequiado con otro acto de “espontaneidad”; cantarle a viva voz, entre los periodistas, el cumpleaños feliz al ministro. Al mismo al que el día anterior acusó, como máximo responsable de interior, de la filtración de las investigaciones sobre el caso Gürtel. Rubalcaba asistía, con la sorna que le caracteriza y sin poder reprimir su sorpresa, a la ocurrencia de la presidenta.

Hay que desengañarse, estas actitudes ridículas venden. Así es nuestro país.
En contraposición, la izquierda, sea la que sea, hace de sus apariciones públicas un acto trascendente, a veces, como si de un funeral se tratase. Desde esa seriedad, gravedad diría yo, que habitualmente nos embarga hasta el ridículo militante de la presidenta Aguirre, siempre hay un término medio.

Me refiero a que a veces esa actitud de regañina constante con la que aparece la vicepresidenta del gobierno o la secretaria de organización del PSOE, que introduce ya de por sí, una tensión sobreañadida al tema que en cada momento trata.
Hay modos y circunstancias. Los rostros y los tonos de voz amables son más asequibles al público en general, la experiencia de Felipe, Guerra, Bono, Ibarra, Chacón y el propio Rubalcaba así lo avalan.

La cercanía, la simpatía, serían unos valores que habría que fomentar más desde la izquierda. Siempre hay momentos y temas en los que los responsables pueden quitarse la careta de institutriz o de jefe de estudios. Merece la pena.

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